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domingo, 16 de octubre de 2011

HISTORIA DE UN GOL


"Danzó y salió como un proyectil enloquecido. Con el balón, el cuerpo y la velocidad dio gato por liebre a cinco súbditos del imperio británico. Diez segundos, diez toques: un héroe con el número 10" (Jorge Valdano)

Carlos Rivera

Mundial de Futbol de México 1986,22 de junio. Era la hora del almuerzo y mi madre servía la sopa caliente. Mientras cada cucharada se diluía en mí boca, yo veía en la pantalla con atención, al igual que mi padre, el partido que disputaba Argentina contra Inglaterra por los cuartos de final. Mi padre, eximio y talentoso volante amateur, pero venido a chofer por la penurias que le ocasionaban la manutención de cinco hijos (hoy tiene 7) era un seguidor fanático del Rey Pelé: él, que lo vio gambetear de cerca en el estadio Cuarto Centenario de Arequipa, allá por los años setenta en los que el FBC Melgar se codeó con las estrellas del fútbol Mundial que trajo el Santos.

A mis diez años, entonces lo que sabía de fútbol se lo debía a mi padre y a las semblanzas que me contaba de aquellos astros que él consideraba verdaderos genios del balompié: Bekenbauer, Sotil, Cubillas, Di Stéfano, Puskas, etc. Muy superiores a ese petizo llamado Maradona que pretendía el trono del Rey Pelé ¡Tamaña pretensión Dios mío!
Avanzaban los minutos y a pesar del dominio de la albiceleste sobre los ingleses, duros y tácticos como su prosa, los hijos del imperio británico aún no se comían por completo la idea de que esos argentinos, a los que humillaron y derrotaron en la guerra de la Malvinas de 1982, los pasen por encima.


Mi padre, guiado por ese espíritu de identificación coyuntural sudamericana me obligó a alentar a Argentina, pero yo, con diez años recién cumpliditos, aun no entendía de geopolítica. Transcurrían los minutos y Maradona lograba pequeñas escaramuzas, sutiles pasos y lindas paredes con Valdano. Sonreía como un chúcaro niño que se entretiene con sus travesuras. Yo no quería alentar a los argentinos, me habían hecho llorar un año antes en las eliminatorias de 1985 cuando nuestra selección nacional de Cueto, Barbadillo Uribe, La Rosa y la impecable marcación de Reyna sobre el Diego (a pesar de las escapadas del diez argentino no pudieron ganarnos ni en Lima ni en Buenos Aires). Pero el narigón Bilardo mandó en el partido final jugado el 30 de junio de ese año al cachascanista de Camino a que redujera con una patada criminal a nuestro eficaz delantero Franco Navarro, verdadero demonio del área. Solo así consiguieron empatarnos, con ese resultado clasificaron al mundial de México.

El estadio Azteca retumbó a los seis minutos del segundo tiempo. ¡Gol de Maradona! Sí, pero con la mano. Mi padre se puso de pie y sintió vergüenza ajena de que se marque un gol de esta manera. Siempre he detestado a los argentinos, por su petulancia, cortados por la misma tijerita de la banalidad y ese orgullo rimbombante. Pero Maradona empezó a romper con ese prejuicio cuando miré que sus pies acariciaban el balón con estilo divino: sus jugadas parecían misiles teledirigidos cuando shoteaba, suspiros de amor cuando tocaba. Aquella sinfonía se inmortalizaría minutos después del gol marcado con la mano.


Mi sopa ya estaba algo fría, seguía concentrado en el partido. De pronto lo inaudito, lo inverosímil: van 55 minutos y Maradona recibe un pase corto en media cancha de Héctor Enrique y avanza centellante sobre el campo, como un cometa en el universo y se deshace de Sansom, Beardsley, Reid, Butcher y Fenwick, enfrenta al arquero Peter Shilton, lo elude sobre el palo derecho y define ¡Gol! El gol perfecto, la máxima creación artística en un gramado de juego. Diego se pone de pie y corre hacia la tribuna saltando de felicidad. El mundo es suyo. Los millones de ojos que lo ven por televisión aún no despiertan del espasmo, las 11500 almas del estadio Azteca creyeron que llegó el juicio final y fueron bendecidos por Dios con tamaña gloria: ver el gol más grandioso de todos los tiempos.


Me quedé mudo, paralizado por lo que había visto ¿Qué clase de hombre era Diego?
Mi padre aquel día se olvidó de Pelé. Argentina ganó el partido 2-1 y se cobró la revancha de las Malvinas, deportivamente. Salí al patio, tomé una vieja pelota y quise ser como Maradona.
Cuando quiero recordar aquel momento, que, lo juro, me hace llorar, busco el video celosamente guardado, aprieto play y deliro con la voz del legendario periodista uruguayo Víctor Hugo Morales relatando el gol del barrilete cósmico con la emoción propia de haber sido testigo de una proeza, de una maravillosa obra de arte.
Diego, porque tan solo eres un hombre, pero debiste ser Dios. Ni Havelange pudo matarte.

Enero, 2001

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