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sábado, 8 de octubre de 2011

ADIÓS






Carlos Rivera
Ella bailaba frente a mi, contorneando su cuerpo al compás del zigzagueante movimiento de su cabellera. Soplaba un viento tenue como pidiendo permiso al tiempo y a una estrellada noche que podía verse tras la ventana, mientras la acariciaba con una mirada letal y asesina, camuflada en una hipócrita sonrisa de satisfacción por su acto.
Dejó los exquisitos movimientos buscando mis ojos para fulminarme con sus pupilas piadosas en una muestra –mal disimulada- de arrepentimiento.

Totalmente desnuda, cogió con sus manos largas el maletín negro en el que guardaba mi viejo saxo y lo puso entre sus labios. Soplaba nítidamente el instrumento que desprendía una vieja melodía de B.B. King, pero ni la danza, ni la música ni su sensual cuerpo desnudo me hicieron olvidar la sentencia que le tenía preparada: un cuchillo esperaba escondido bajo la almohada encontrarse con el vientre de Silvia: mi vergüenza, la mujer que se burló de mi con la osadía mas descarada.
El imbécil (o sea yo), la llamaba por teléfono todas las noches desde otra ciudad. Lo recuerdo perfectamente cuando la historia común de los engaños se asomó a través de ella: Llegué de imprevisto a mi apartamento y subí las escaleras hacia mi apartamento y unos gemidos recibían mi oído como bienvenida. Abrí la puerta con cuidado, sin ocasionar el más mínimo ruido que delatara mis pasos. Mis ojos lo vieron todo, ella sumergida en otro cuerpo. Salí a la calle, fumando varios cigarrillos en medio de la madrugada, tragándome mis sentimientos por el engaño.

Hoy es el día esperado. Todo tiene un final como diría un sonero. Vino contra mí, tirando antes bruscamente el saxo que tocaba, mordiéndose los labios. Se posó en mi boca y a punta de besos dibujó con maestría infinitas coreografias nunca antes saboreada. Con la luz apagada y la ventana entreabierta, hicimos todo el salvaje sexo que reposaba en nuestros cuerpos.

Toda la noche ella se robó el papel estelar. Quise decirle que nunca me dejara, que los demás días fueron a sí de intensos, más las palabras parecían estáticas en los rincones del cuarto, suplantadas por delirios y deliciosas groserias que salian de sus labios. La sesión culminó. Retomé mi propósito inicial; Silvia sentada en una esquina de la cama, esperando tal vez solo frases de amor y ternira mientras se colocaba el sostén. Me incliné un poco hacia la izquierda, apoyado en la pared, encontrando la más cínica sonrisa que habia visto en toda mi vida.
-Amor- le dije, zumbándome suavemente hacia ella. Abrió lentamente su boca, cerrando sus ojos en dirección al techo, recostando su cabeza en mi brazo izquierdo que rodeaba su cuello ansiando una caricia que no fue de cariño, sino, asesina. Le clavé un torbellino de puñaladas en su precioso vientre. Afuera, la noche seguia estrellada.

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