Carlos Rivera
Mi primer amor tenía 37 años, la dulzura de un ángel, los cabellos de una Madonna del renacimiento, los labios más cándidos que había visto en mi vida. Sus manos eran cálidas, dedos largos, uñas naturales y cortas, sin la extravagancia de colores mundanos salpicados sobre ellas. Su aroma de flores no la hacía sexy pero si me intoxicaban deliciosamente.
La vi por primera vez cuando ingresó con su hábito del Señor de los Milagros, su cartera negra y una biblia aprisionando sus grandes pechos que se le dibujaban permitiendo una fantástica visión corporal que a mis trece años desde luego debía ser pecado y merecía un latigazo o veinte padrenuestros como penitencia. Yo detestaba el curso de religión dictado por un curita quien siempre lo había llevado con aburrimiento. Esperaba esa hora para dormir la siesta que arrastraba por el insomnio. A mitad de año, el curita dejó el colegio y se marchó a la selva a catequizar indígenas, entonces estuvimos unas semanas sin maestro de religión. Hasta que llegó ella como reemplazante y mi vida cambió por completo.
A todos les parecía una mujer aburrida, se mofaban de su voz suave y hasta quebradiza. Me gustaba cuando pronunciaba mi nombre. Mi voz temblorosa, sin poder mirarla, respondía, ¡presente! Me volví en corto tiempo un cristiano convicto y confeso, leía la biblia tal cual nos enseñaba y cumplía las tareas como si fuera la más importante materia. Sabia de memoria el calendario de actividades religiosas, el cuerpo de la misa. Cada vez que miraba el corazón de Jesús veía a través de la efigie los ojos de mi maestra y los retenía hasta que llegara la noche a pesar de saber que era pecado mi lujuria. Mis compañeros se preguntaban por qué ya no me dormía en el salón, por qué andaba atento a sus clases y por qué, sobre todo, traía siempre una risa de estúpido. Nunca respondía y disfrutaba la especulación que se hacían al respecto.
Fueron cuatro meses que nos acompañó, a veces la esperaba a la salida procurando decirle algunas palabras sobre la tarea o intentaba conocerla un poco más; era obvio que con mi lenguaje de mocosuelo era nada lo que lograba. Conseguí que solo una vez me acariciara el rostro cuando le llevé una rosa por su cumpleaños y lo juro, estaba a punto de llorar. La escolté hasta su casa. De regreso y como un caballero atento a su doncella, escribí un verso:
Linda maestra de religión/por qué es tan incierta la vida/yo con trece y usted treinta siete/pero hace latir mi corazón.
En diciembre se despidió de nosotros con mucha pena anunciando que no le renovarón su contrato. Era la última vez que podría disfrutarla, pensé en confesarle mi amor a la salida. Mientras la acompañaba, sentí un crujido entre las tripas, miraba sus labios, respiraba su perfume como un drogadicto para nunca olvidarlo. La abracé con toda el alma y no dejaba de hacerlo. Mientras reposaba plácidamente en su regazo, la cobardía impidió declararle mi amor. Cuando dejé de abrazarla, tomó mis hombros e inclinando su cabeza como un cisne y con sus ojitos brillosos me dijo lo siguiente: ¡que lindan son las criaturas!
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