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viernes, 4 de noviembre de 2011

EL MILAGRO



Carlos Rivera


Lo encontré tendido como un pedazo de trapo, la sangre haciendo un charco sin forma, sus ojos sobresalientes y sus pupilas apuntando al cielo como queriendo dibujar las últimas lágrimas de su pobre infelicidad.
Segundos antes, desde unos cincuenta metros, pude oír el aullido aterrador y doloroso: un auto rojo le pasó las llantas dejándolo ahí moribundo. Corrí con la cojera que arrastraba de años y, pude verlo nítidamente. Entonces, lo tomé entre mis brazos acariciando su cabeza. Sentí que sus latidos poco a poco iban desapareciendo. Su pelambre negro y su mediana flacura denotaban sus andanzas de perro vagabundo, lejos de los cuidados de otros que nacieron con la suerte del pedigrí.
Se extinguen sus señales vitales, inclina la cabeza y se duerme para siempre. Dirijo mis pasos hacia mi covacha que está en una quebrada junto a un montículo de piedras. Tiró a un lado los cartones que cubren mi caja de madera que comúnmente me sirve de mesa y lo dejo ahí.
Hoy es un día caluroso, el sonido de los carros parece cortar el viento. Veo hacia arriba, por donde pasa la pista, solo hay un ciclista que me acribilla con su mirada lastimera; cojo una piedra y finjo tirársela. Desesperado, huye y yo me río y no paro de reírme mientras un fósforo enciende la fogata que preparo con una olla y un poco de agua. Tengo mucha hambre y solo hay cáscaras, pedazos de pan en mi alforja. ¡Bendito sea Dios!
Vuelvo a reír y me recuesto por unos instantes entre las piedras y clavo mis ojos en el animal que hoy, por un milagro, llegó a mis manos y saciará mi hambre.

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