Carlos Rivera
Un amigo muy cercano me aconseja “matar a la madre”. Esto, en razón de enrumbarme por el camino de la sensatez y la independecia. Pero, esto debiera obedecer en razón de la contraparte de mi otro lazo familiar, es decir: ¿por qué matar a mi madre si nunca existió -en mí- la figura paternal? ¿Cuál sería la razón de ese crimen maternal si podría quedarme sin nada? Al fin y al cabo uno necesita los llamados modelos formativos. Claro, estoy planteando una especulación, necesaria para encontrarme con miedos pasados y explicarme daños colaterales de esa ausencia y el por qué de algunas conductas actuales.
A él nunca le dije papá ni nada que se le parezca, nunca lo abracé ni me entusiasmaba abiertamente con su llegada, nunca le dije usted; no lo extrañaba dada sus prolongadas ausencias de meses, nunca fue a mi escuelita o colegio. Sólo una vez me compró un carrito de bomberos a los 5 años luego de salir de alta en el hospital tomado de su mano. Me era ajeno, como que sus cariños no me pertenecieran.
Esas añoranzas me transportan a verlo como un ser cercano – más no familiar- cada vez que llegaba de viaje y maravillandome cuando cogía un balón de futbol y lo pateaba hacia el cielo. O, a veces cuando nos sacaba al patio y hacíamos ejercicios. Lo más importante de esos recuerdos era, sin duda alguna, los diarios y revistas que traía de sus viajes. Esencial arsenal para curiosear noticias e historias.
Pero vuelvo a esos días y no encuentro en ellos, nostalgias de ternura, perdurables palabras suyas, paseos infinitos. Mi padre nunca fue mi héroe, más si “alguien” a veces distante, a veces próximo, a veces invisible. Entonces aprendí a ser solitario, a caminar en el mundo de las ficciones. Solo allí fui feliz. El Principito me dio la ternura que me hacia falta, quise héroes y busqué las aventuras de Stevenson, Julio Verne, Kipling, quise amor y Werther me enseñó con sus desventuras sentimentales. Quiso que yo fuera un futbolista como él lo fue en sus buenos tiempos, yo era un remedo de jugador mediocre y torpe. Me hice entrenador y sin querer le enrostré todas mis victorias y trofeos. Jamás se interesó en mis lecturas o escritos, pero cuando vio mi primer artículo publicado en un diario lo compartió orgulloso con todos sus amigos. Luego, todo lo que escribía le importaba un bledo.
En la edad de la razón como bien decía Sartre, ya no necesitaba héroes sino cómplices y varios autores llenaron ese vacio. Así me hice hombre y caminé en la senda de la vida. Nunca esperé nada de mi padre, nunca lo extrañaba como sí recordaba a mi madre. Mientras en las tertulias todos hablaban de sus padres, yo no decía nada y no por qué lo aborreciera sino por que la poca vida que tuve con él, era tan insignificante como para compartirla. No lo odiaba, ni lo amaba, no lo necesitaba, tampoco quería venganzas póstumas por lo que pudo darme o el abandono hacia mi madre en estas horas aciagas de su vida.
Estoy a punto de encontrarme con él, lo espero más de dos horas. De pronto llega y platicamos como de costumbre: con distancia y sequedad. Le llevo el recado de mi madre y me dice que lo espere en su cuarto. Mis ojos están viendo su ropa, la cama en la que duerme. En la mesita de noche veo una fotografía de su nueva familia, sonríe con su pequeño hijo entre brazos. Siento envidia por esa felicidad que tal vez pudo ser mía (o nuestra). Recién asumo que hay un recóndito amor hacia mi padre. Curioso, más de 30 años viviendo con mis padres y no hay una sola fotografía familiar. Y cuando quiero inventarme historias felices sobre ellos, ni siquiera puedo ficcionar –bien- esas falsas alegrías. Nadie me lo creería.
Un amigo muy cercano me aconseja “matar a la madre”. Esto, en razón de enrumbarme por el camino de la sensatez y la independecia. Pero, esto debiera obedecer en razón de la contraparte de mi otro lazo familiar, es decir: ¿por qué matar a mi madre si nunca existió -en mí- la figura paternal? ¿Cuál sería la razón de ese crimen maternal si podría quedarme sin nada? Al fin y al cabo uno necesita los llamados modelos formativos. Claro, estoy planteando una especulación, necesaria para encontrarme con miedos pasados y explicarme daños colaterales de esa ausencia y el por qué de algunas conductas actuales.
A él nunca le dije papá ni nada que se le parezca, nunca lo abracé ni me entusiasmaba abiertamente con su llegada, nunca le dije usted; no lo extrañaba dada sus prolongadas ausencias de meses, nunca fue a mi escuelita o colegio. Sólo una vez me compró un carrito de bomberos a los 5 años luego de salir de alta en el hospital tomado de su mano. Me era ajeno, como que sus cariños no me pertenecieran.
Esas añoranzas me transportan a verlo como un ser cercano – más no familiar- cada vez que llegaba de viaje y maravillandome cuando cogía un balón de futbol y lo pateaba hacia el cielo. O, a veces cuando nos sacaba al patio y hacíamos ejercicios. Lo más importante de esos recuerdos era, sin duda alguna, los diarios y revistas que traía de sus viajes. Esencial arsenal para curiosear noticias e historias.
Pero vuelvo a esos días y no encuentro en ellos, nostalgias de ternura, perdurables palabras suyas, paseos infinitos. Mi padre nunca fue mi héroe, más si “alguien” a veces distante, a veces próximo, a veces invisible. Entonces aprendí a ser solitario, a caminar en el mundo de las ficciones. Solo allí fui feliz. El Principito me dio la ternura que me hacia falta, quise héroes y busqué las aventuras de Stevenson, Julio Verne, Kipling, quise amor y Werther me enseñó con sus desventuras sentimentales. Quiso que yo fuera un futbolista como él lo fue en sus buenos tiempos, yo era un remedo de jugador mediocre y torpe. Me hice entrenador y sin querer le enrostré todas mis victorias y trofeos. Jamás se interesó en mis lecturas o escritos, pero cuando vio mi primer artículo publicado en un diario lo compartió orgulloso con todos sus amigos. Luego, todo lo que escribía le importaba un bledo.
En la edad de la razón como bien decía Sartre, ya no necesitaba héroes sino cómplices y varios autores llenaron ese vacio. Así me hice hombre y caminé en la senda de la vida. Nunca esperé nada de mi padre, nunca lo extrañaba como sí recordaba a mi madre. Mientras en las tertulias todos hablaban de sus padres, yo no decía nada y no por qué lo aborreciera sino por que la poca vida que tuve con él, era tan insignificante como para compartirla. No lo odiaba, ni lo amaba, no lo necesitaba, tampoco quería venganzas póstumas por lo que pudo darme o el abandono hacia mi madre en estas horas aciagas de su vida.
Estoy a punto de encontrarme con él, lo espero más de dos horas. De pronto llega y platicamos como de costumbre: con distancia y sequedad. Le llevo el recado de mi madre y me dice que lo espere en su cuarto. Mis ojos están viendo su ropa, la cama en la que duerme. En la mesita de noche veo una fotografía de su nueva familia, sonríe con su pequeño hijo entre brazos. Siento envidia por esa felicidad que tal vez pudo ser mía (o nuestra). Recién asumo que hay un recóndito amor hacia mi padre. Curioso, más de 30 años viviendo con mis padres y no hay una sola fotografía familiar. Y cuando quiero inventarme historias felices sobre ellos, ni siquiera puedo ficcionar –bien- esas falsas alegrías. Nadie me lo creería.
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