Eres tonta y linda como todas las mujeres
Martin Adan, La casa de cartón
Carlos Rivera
Al ver el titular de la portada en el diario La Crónica de Trujillo la saliva se le atragantó sin poder humedecer su garganta:
JOVEN DE 16 AÑOS SE SUICIDA. Fue hallada con cortes en su vagina, en el cuello y en el estomago.
Joaquín sabía quien era ella, pero jamás imaginó que acabaría con su vida de esta manera.
Entonces, lo recordó todo:
Conoció a Isabel en su barrio de Surquillo. Ella vivía con sus padres, muy cerca a la casa de Joaquín. Alguna vez, la miró, dándose cuenta de sus protuberancias de niña y, estas se habían mudado al cuerpo de una mujer ansiosa por conocer las delectaciones del sexo. Como buen macho callejero, presumió con esta lógica.
Tenía la usanza religiosa de acompañar a su madre a misa todos los domingos, jamás salía con amigas. Andaba sola, recorriendo las bibliotecas, estudiando, cantando alabanzas al señor. No parecía una mujer normal. No sonreía, era parca, tímida. Ostentaba unos explícitos modales de monja.
Cierta vez, Isabel vio a Joaquín acercándosele, quiso correr y escapar de él. La estrecha calle no lo permitió. La respiración aumentaba y el sudor en todo su cuerpo la ponía más nerviosa. Nunca había tenido a un chico así tan cerca. No le dijo nada, la arrinconó contra la pared intentando sutilmente robarle un beso. Su mano recorría una de sus mejillas y cuando estuvo a un centímetro de sus labios, la acorraló con su aliento. Pero Isabel no debía confesar aquella vulgar aberración de gusto. ¡Jamás, Dios mío! se repetía en las noches encomendándose a sus perdones.
Él, siempre la detestó, le parecía alguien cucufata, no le provocaba ningún sentimiento de afecto. Por eso, cuando hacia años la veía pasar, sentía animadversión. Ahora, algo lo conminaba a perderse en los laberintos de lo sexual y pesadillesco: había observado que durante los últimos dos años vestía su hábito de El Señor de los Milagros. Siempre detestó su rostro pero ,ahora, podía reconocer detalles sensuales: las anchas caderas, sus senos grandes dibujando dos sublimes montes en ese telar morado y la cuerdita blanca en medio de su cintura como detalle del envoltorio de un precioso regalo. Ese regalo debía ser para él y nadie más.
Las mujeres de Joaquín eran bonitas, callejeras, jamás tuvo problemas en llevarlas a la cama y tener sexo a pedido de los desbarajustes de estas ansiosas adolescentes. Salía cada semana con una distinta, no tenía novia oficial ni alguna chica que le exigiera un amor más fiel y menos compartido. Cada una de ellas se deleitaba con la poquedad de un amor eventual y casi residual. A sus 22 años, era el joven más popular, el mejor vestido, el de la mejor marihuana. El más coqueto y simpático chico del vecindario. A veces se iba de putas y gustaba quedarse a dormir en el prostíbulo.
Sus amigos de barrio hablaban de la fealdad de Isabel, pero no dudaron en la posibilidad de tener sexo con ella tapándole la cara con una almohada. De cuerpo no andaba mal, según sus elucubraciones pueriles. Joaquín, desde sus adentros pensaba en ella; luchaba contra sus impulsos de llevársela a la cama y quitarle poco a poco esa túnica morada.
Nadie debía saber de esas fantasías, ni reconocer algún acercamiento a esa pobre chica y menos que lo vieran flirteándola, seria la burla de todos. Entonces, urgió un torpe pero efectivo plan: la clausura del año escolar seria en una semana y los padres de Joaquín viajarían a Trujillo, dejarían sola la casa. Él, pretextó que los abundantes trabajos finales de la universidad no le permitían viajar. Se quedó.
Aquella vez mandó al colegio de ella a un niño, a quien le pagó, por haberle entregado una carta a Isabel, quien al leerla, quedó impactada. Al margen del texto, lleno de ramplonas cursilerías, había dentro de la misma, dos exigencias: ir a su casa y tocar la puerta trasera y no contar a nadie de la misiva.
Desde las 12:00 del día la esperó, luego de tres horas la imaginó presa de miedo, además su mojigatería necesariamente no debiera sintonizar con la estupidez. Perdida la batalla, decidido a entretenerse, encendió el televisor, mientras sus ojos parecían cerrarse, alguien llamó a la puerta. Eran las 5:00 de la tarde. Abrió, era Isabel. La hizo pasar y reposó contrita en su viejo sillón. Ella no dijo nada, temblaba, su mirada tímida descansaba en el piso. Joaquín aproximó sus pasos y, de rodillas tomó sus trémulas manos
Le dijo que desde hace más de tres años estaba enamorado de ella, pero la vergüenza lo torturaba. Quiso sacarle los lentes, Isabel se negó y murmurando algo se alejó de él, fue hacia la puerta y no paró de llorar. Joaquín, a pesar de la miserable escena, no pudo dejar de ver como la falda morada, la soguita blanca y las quebradas líneas de su cuerpo hacían un magnifico contraste con la blanca pared. No le interesó si ella lloraba. Su sexo estaba erecto y no podía detenerse.
La tuvo entre sus brazos por casi media hora. Besaba su cabellera, masajeaba tenuemente sus hombros para darle más confianza. Isabel iba cediendo poco a poco mientras pensaba en el pecado imperdonable a los ojos de Dios si sucumbía ante este blasfemo acto.
Harto de sus boberías, la tomó de los hombros dirigiendo la boca de ella hacia la suya. Isabel cerró los ojos, esperando el ósculo, él la besó en la frente.
Entonces, lo recordó todo:
Conoció a Isabel en su barrio de Surquillo. Ella vivía con sus padres, muy cerca a la casa de Joaquín. Alguna vez, la miró, dándose cuenta de sus protuberancias de niña y, estas se habían mudado al cuerpo de una mujer ansiosa por conocer las delectaciones del sexo. Como buen macho callejero, presumió con esta lógica.
Tenía la usanza religiosa de acompañar a su madre a misa todos los domingos, jamás salía con amigas. Andaba sola, recorriendo las bibliotecas, estudiando, cantando alabanzas al señor. No parecía una mujer normal. No sonreía, era parca, tímida. Ostentaba unos explícitos modales de monja.
Cierta vez, Isabel vio a Joaquín acercándosele, quiso correr y escapar de él. La estrecha calle no lo permitió. La respiración aumentaba y el sudor en todo su cuerpo la ponía más nerviosa. Nunca había tenido a un chico así tan cerca. No le dijo nada, la arrinconó contra la pared intentando sutilmente robarle un beso. Su mano recorría una de sus mejillas y cuando estuvo a un centímetro de sus labios, la acorraló con su aliento. Pero Isabel no debía confesar aquella vulgar aberración de gusto. ¡Jamás, Dios mío! se repetía en las noches encomendándose a sus perdones.
Él, siempre la detestó, le parecía alguien cucufata, no le provocaba ningún sentimiento de afecto. Por eso, cuando hacia años la veía pasar, sentía animadversión. Ahora, algo lo conminaba a perderse en los laberintos de lo sexual y pesadillesco: había observado que durante los últimos dos años vestía su hábito de El Señor de los Milagros. Siempre detestó su rostro pero ,ahora, podía reconocer detalles sensuales: las anchas caderas, sus senos grandes dibujando dos sublimes montes en ese telar morado y la cuerdita blanca en medio de su cintura como detalle del envoltorio de un precioso regalo. Ese regalo debía ser para él y nadie más.
Las mujeres de Joaquín eran bonitas, callejeras, jamás tuvo problemas en llevarlas a la cama y tener sexo a pedido de los desbarajustes de estas ansiosas adolescentes. Salía cada semana con una distinta, no tenía novia oficial ni alguna chica que le exigiera un amor más fiel y menos compartido. Cada una de ellas se deleitaba con la poquedad de un amor eventual y casi residual. A sus 22 años, era el joven más popular, el mejor vestido, el de la mejor marihuana. El más coqueto y simpático chico del vecindario. A veces se iba de putas y gustaba quedarse a dormir en el prostíbulo.
Sus amigos de barrio hablaban de la fealdad de Isabel, pero no dudaron en la posibilidad de tener sexo con ella tapándole la cara con una almohada. De cuerpo no andaba mal, según sus elucubraciones pueriles. Joaquín, desde sus adentros pensaba en ella; luchaba contra sus impulsos de llevársela a la cama y quitarle poco a poco esa túnica morada.
Nadie debía saber de esas fantasías, ni reconocer algún acercamiento a esa pobre chica y menos que lo vieran flirteándola, seria la burla de todos. Entonces, urgió un torpe pero efectivo plan: la clausura del año escolar seria en una semana y los padres de Joaquín viajarían a Trujillo, dejarían sola la casa. Él, pretextó que los abundantes trabajos finales de la universidad no le permitían viajar. Se quedó.
Aquella vez mandó al colegio de ella a un niño, a quien le pagó, por haberle entregado una carta a Isabel, quien al leerla, quedó impactada. Al margen del texto, lleno de ramplonas cursilerías, había dentro de la misma, dos exigencias: ir a su casa y tocar la puerta trasera y no contar a nadie de la misiva.
Desde las 12:00 del día la esperó, luego de tres horas la imaginó presa de miedo, además su mojigatería necesariamente no debiera sintonizar con la estupidez. Perdida la batalla, decidido a entretenerse, encendió el televisor, mientras sus ojos parecían cerrarse, alguien llamó a la puerta. Eran las 5:00 de la tarde. Abrió, era Isabel. La hizo pasar y reposó contrita en su viejo sillón. Ella no dijo nada, temblaba, su mirada tímida descansaba en el piso. Joaquín aproximó sus pasos y, de rodillas tomó sus trémulas manos
Le dijo que desde hace más de tres años estaba enamorado de ella, pero la vergüenza lo torturaba. Quiso sacarle los lentes, Isabel se negó y murmurando algo se alejó de él, fue hacia la puerta y no paró de llorar. Joaquín, a pesar de la miserable escena, no pudo dejar de ver como la falda morada, la soguita blanca y las quebradas líneas de su cuerpo hacían un magnifico contraste con la blanca pared. No le interesó si ella lloraba. Su sexo estaba erecto y no podía detenerse.
La tuvo entre sus brazos por casi media hora. Besaba su cabellera, masajeaba tenuemente sus hombros para darle más confianza. Isabel iba cediendo poco a poco mientras pensaba en el pecado imperdonable a los ojos de Dios si sucumbía ante este blasfemo acto.
Harto de sus boberías, la tomó de los hombros dirigiendo la boca de ella hacia la suya. Isabel cerró los ojos, esperando el ósculo, él la besó en la frente.
-¡Vete. No quiero volver a verte. Ya te he dicho todo lo que siento-le dijo
Isabel fue hacia la puerta abriéndola cansadamente
-¿Yo te gusto?- peguntó- ¿o solo me quieres por un momento…?
- Te amo y no quiero travesuras contigo- respondió Joaquín.
Al decir esto se abalanzó sobre ella, amarrándose a sus dedos y cerró la puerta de a poquitos. La llevó a un rincón del cuarto. Su aliento era para ella un manjar irresistible. La besó furiosamente metiendo la mano debajo de su calzón frotando su vagina humedecida esperando aquella tibia extremidad. Sutilmente sus dedos dibujaban círculos, primero lentos y luego rápidos. No resistió e Isabel se rindió a sus impulsos por completo: empezó por morderle la boca, pellizcarle la espalda suplicándole entre gemidos que le haga el amor como una puta.
El humedecido cuerpo de Isabel, reposaba en la cama de Joaquín. La hizo suya un viernes 23 de noviembre. La sangre de una desvirgada no le causó mucho placer, de lo demás estuvo satisfecho al recordar sus duras nalgas, el recorrido por la textura firme de sus pechos.
Isabel se enamoró frenéticamente de Joaquín. Conservó este secreto con celosía unción. Lo amaba como las grandes pasiones de la historia. Lo deseaba, en su mente viajando por la geografía de su cuerpo atrapada en sus brazos y, la imagen de Cristo acorralándola con sus exculpaciones en las horas de sueño.
Corrió el rumor que Joaquín había viajado a Trujillo sin despedirse de los amigos del barrio. La noticia llegó a los oídos de Isabel y cuando escuchó que el hombre de su vida se había ido, cayó desmayada al suelo. Tenía entre manos un rosario y el cielo gris de la ciudad dieron al hecho una sensación misericordiosa. Los vecinos pensaron que el señor la llamó por su enorme entrega y fe, ¡bendito sea Dios! ¡Alabado sea el señor! y ¡Dios la coja en su reino! repetían las damas mayores entregadas al maravilloso instante de la experiencia religiosa.
Isabel poco a poco abrió los ojos, miró el cielo gris de Lima. A su alrededor no habían ángeles ni querubines sino caras conocidas contemplándola entre lagrimas. Quiso ir a su casa se sentía débil, su saliva amarga y el dolor por dentro no le permitía tal travesía. Los vecinos la cargaron, como una procesión siguieron tras de ella cantando alabanzas y padrenuestros.
Isabel no quería saber nada del mundo. Se había sumergido en esa extraña tristeza. Por las noches tomaba un látigo y se flagelaba la espalda y no permitía que entraran a su habitación. Su madre al darle el desayuno la hallaba cada vez mas débil, las heridas de su cuerpo empezaron a preocuparle. Las gentes susurraban: “son estigmas del señor Jesucristo”. En esos días nació una niña en el barrio, la bautizaron como Isabel en honor a la mujer sufriente. Un mes después su cuerpo estaba maltrecho, musitaba palabras indescifrables.
Poco a poco empezó a tomar bebidas calientes, hablaba con reposo. Pedía orar a solas y no quería salir de su cuarto, su rostro volvía a su color natural. Sus padres, aliviados, dejaron de llorar.
Sanó luego de dos meses, los vecinos vinieron con regalos. Ella les concedía una sonrisa y las bendiciones. Una dama anciana cayó de rodillas cuando la vio en su pijama rosada y el cuadro con la imagen de El Señor de los Milagros en la pared y, los rayos del sol iluminando su rostro permitiendo el más hermoso resplandor digno de una estampita.
Un día, el padre se acercó a la habitación. “Isabel, Isabel” llamó. No respondía. Aturdido tiró la puerta y halló el cuerpo de su hija mutilada, sangrando y vestida con el hábito morado y la mirada de la suicida en dirección a la nada. Entre sus dedos tenia un rosario.
La gente del barrio enterada de la noticia, entró en conmoción no creían que la dulce niña Isabel estaba muerta. Su cuerpo fue velado tres días. El entierro congregó a miles lanzando alabanzas en medio de infinitos sollozos.
Isabel no quería saber nada del mundo. Se había sumergido en esa extraña tristeza. Por las noches tomaba un látigo y se flagelaba la espalda y no permitía que entraran a su habitación. Su madre al darle el desayuno la hallaba cada vez mas débil, las heridas de su cuerpo empezaron a preocuparle. Las gentes susurraban: “son estigmas del señor Jesucristo”. En esos días nació una niña en el barrio, la bautizaron como Isabel en honor a la mujer sufriente. Un mes después su cuerpo estaba maltrecho, musitaba palabras indescifrables.
Poco a poco empezó a tomar bebidas calientes, hablaba con reposo. Pedía orar a solas y no quería salir de su cuarto, su rostro volvía a su color natural. Sus padres, aliviados, dejaron de llorar.
Sanó luego de dos meses, los vecinos vinieron con regalos. Ella les concedía una sonrisa y las bendiciones. Una dama anciana cayó de rodillas cuando la vio en su pijama rosada y el cuadro con la imagen de El Señor de los Milagros en la pared y, los rayos del sol iluminando su rostro permitiendo el más hermoso resplandor digno de una estampita.
Un día, el padre se acercó a la habitación. “Isabel, Isabel” llamó. No respondía. Aturdido tiró la puerta y halló el cuerpo de su hija mutilada, sangrando y vestida con el hábito morado y la mirada de la suicida en dirección a la nada. Entre sus dedos tenia un rosario.
La gente del barrio enterada de la noticia, entró en conmoción no creían que la dulce niña Isabel estaba muerta. Su cuerpo fue velado tres días. El entierro congregó a miles lanzando alabanzas en medio de infinitos sollozos.
Una semana después alguien corrió la noticia de un milagro, ocurrido. Isabel tenía un bebe de dos meses en su vientre. Lo cual era imposible por qué ella era virgen, según sus padres. Nadie siquiera cuestionaría ello. La santidad en ella era explicita. ¡Fue el espíritu santo! Gritó alguien.
Joaquín luego de leer la noticia, tiró el diario al piso y fue por unas cervezas o, tal vez de putas…
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