Carlos Rivera
Cuando salgo con mi mochila, en la mira de realizar un viaje, mi madre va sigilosa tras mío y me hace la señal de la cruz. Finjo no verla y avanzo presuroso, sabiendo que bendice mi partida.
Ella me dio mis primeros libros, compraba mis revistas de aventuras, me llevó al colegio cuando era un mozalbete de cinco años, sin jardín, sin amigos y demasiado retraído. Ella me relataba cuentos y luego me taradeaba “La cajita de oro” y viajaba hacia los sueños entre sus dicciones de las historias y la melodia de su voz llena de amor. Moría por José José,Raphael, y por el gran Dyango. Me aprendí decenas de canciones de la nueva ola, quería cantarle y ensayaba para hacerlo algún día. Heredé su sentimentalismo, la forma en la que camina, sus ironías. Con ella vi mis primeras películas mexicanas y los clásicos del cine. Adoraba a Alain Delon y Elvis Presley. Gustaba de María Félix, Pedro Infante, Jorge Negrete. Siempre hablé con ella, desde muy niño, le compartía mis lecturas, mis locuras, mis miedos, mis cobardías. A veces he llorado a su lado como una Magdalena mientras sus sollozos se perdían en mi pecho. Hasta lloro como ella y busco discretos lugares de la casa y suelto mi llanto sin fastidiar a nadie.
Cuantos abrazos le debo, cuantos te quiero se me atragantaron en la garganta. Mientras escribo y voy tecleando mis sentimientos hacia ella siento que está al otro lado de la habitación, se que está rezando y clamando bendiciones para mis hermanos. Admiro su fuerza, el coraje para soportarme y soportarnos. ¿Cómo será el día que despierte y sepa que ya no está?
No hay comentarios:
Publicar un comentario