Carlos Rivera
“La prisión es omnidiciplinaria. Allí el hombre tiene que trabajar, comer, dormir, educarse, estudiar, asearse, divertirse, amar, vivir íntegramente. Es continua, incesante, permanente, ininterrumpida, persistente, asidua, inacabable, inagotable, agobiante, exhaustiva, exprime, succiona, destripa sin prorrogas ni aplazamientos de ninguna naturaleza”.
Michael Focault
LOS SELLOS
Estoy en el penal de Socabaya, a unos metros de atravesar la primera puerta de control. Aún no entro y ya siento miedo. Quiero simular tranquilidad con mis gestos mecánicos de sonrisa, pero mi nerviosismo revela mi primera vez en el recinto. Me observan dos muchachos quienes hacen fila para visitar a los suyos. Solo llevo un taper de chicharrón entre mis manos. Paso. Formo la cola. A mis espaldas veo que detienen a un chico por tener zapatillas, y a un señor por llevar gaseosas de tres litros (la norma dice que no puedes entrar bebidas o líquidos por más de medio litro); no puedes ingresar con zapatos o zapatillas con hileras, o con ropa deportiva, ni tampoco celular o ir vestido conpletamente de negro. En esta otra cola piden mi DNI, el nombre del visitado. Tienes que hablar fuerte, gritar el delito del susodicho sin ninguna sutileza.
Esto transcurre en el patio frente a unos carros viejos y dos agentes sentados en una vieja mesa de madera. Te sellan la mano y puedes -recién- pasar a otra puerta e internarte y contemplar la infraestructura del penal. Alguna voz nos conmina a entrar de cinco en cinco; es una achoradita voz de una agente del INPE quien nos llama exigiendo otra vez el DNI, otro sello. ¡Maldita sea! Escriben con lapicero en tu brazo, te conducen a otro lugar. Crees que son los baños y, en realidad lo son, pero están ambientados (así suena un tanto utilitario el asunto) como lugar de escrutinio. Hay un agente, gesticula con sus brazos para que veas como debes disponerte para la exhaustiva revisión. Clava sus ojos en el taper con chicharrón. Ordena que lo abra, lo mira con sus ojos saltones; voltea las presas, las papas; remueve la ensalada. Pasa, me dice. Dios mío, hablaba. Pero, un momento ¿a dónde? ¿Cómo me guío en ese laberinto desconocido? Ahí ya te llevan, me dice señalándome a otro agente sentado en una pequeña mesa de fierro con un cuaderno y lapicero entres manos. Me ordena estirar el brazo derecho y me pinta un número con plumón grueso y también me sella. ¿Ahora?
EL LABERINTO
Me siento solo, desprotegido, hay una puerta de alambres trenzados separando el infierno de la zona de los agentes. Detrás de ellos hay varios presidiarios mirándome como presa inocente para sus embauques. En mi ingenuidad creo que el agente me conducirá hacia el pabellón indicado, pero no es así. Él, está sentado en una silla sin la más mínima preocupación por mis miedos. Pongo cara de incertidumbre, el agente no se inmuta y me dice que ellos – los voluntarios- me llevaran. Me abre la puerta y un muchacho de unos veinte años se ofrece para hacerme el tour. Miro hacia atrás y me embarga el desasosiego, quiero salir cuanto antes, quiero irme, quiero largarme de esa antesala de caras aputamadradas de los presidiarios ofreciéndome caramelos, agujas o alguna propina y todos con su “causa” para el mercadeo de sus productos. Algunos no tienen dientes, visten poleras grandes deportivas, gigantes para sus maltrechos cuerpos. El pasadizo parece infinito. Soy cautivo del miedo, la billetera instalada en mi bolsillo izquierdo se muestra tentadora; el muchacho aleja a los circunstanciales mercaderes. Me cuida, va conduciéndome. Porta un chaleco azul de entrenamiento. El chico no pasa de 20 años, tiene el rostro maltratado, muestra esa flacura propia de la miseria y la delincuencia.
Subimos unas escaleras, mi guía habla algo difícil de descifrar. Veo las paredes sucias, tipos paseando de un lado hacia otro; imagino a José María Arguedas y su novela El Sexto. Pero, acá todos son jóvenes, oscilan entre 18 o 25 años promedio, muchos todavía están sin sentencia pudriéndose en este infierno. Para qué sirve este sistema si de antemano el recluido -inocente o culpable- ya tiene la condena hacia una vida de podredumbre donde casi -siempre- les será imposible rehacer sus vidas o corregirse de sus delitos. No veo seres humanos, solo miro espectros, cuerpos tasajeados, pidiendo permiso a las sombras que se forman en las repugnantes paredes del recinto. No es que la vida en Socabaya no valga nada, es que sencillamente allí no existe algo que se le parezca
Mi guía grita el nombre y apellido de mi amigo, siento confianza cuando canturrea, pero nadie contesta. Es en el otro pabellón, dice. Lo sigo y asiento con la cabeza, sigue gritando, entramos a un salón o patio sin techos. La arquitectura presidiaría es digna de un estudio para su influencia en la conducta de los reclusos. Veo un cuarto grande con dos filas de un seudo pabellón. La división de cada “cuarto” de los hacinados está hecha por frazadas, en cada fila hay como 12 “celdas” cubiertas por las frazadas simulando ser paredes. Emerge mi amigo como si saliera de una carpa de camping y lo abrazo. El guía me pide una propina y gustoso se la doy. Entro a su “celda” compartida con un muchacho que en esos momentos está en el patio. El lugar es oscuro, frió, maldito y extremadamente pequeño. Oigo sentado desde la cama como transitan los demás reclusos. Aun siento turbación y trato de hablar fluidamente. Veo su comida a la cual le dicen “mejoramiento de rancho”: un puré mal batido, con una presa de carne, no colocada, sino arrojada como si el comensal fuera un perro de la calle alimentado solo por compromiso.
En el desayuno toman un mate con unos panes desabridos. El bendito mate contiene unas pastillas bautizada por los internos como “matapincho” para contener los impulsos sexuales. Le doy el chicharrón y lo recibe feliz, lo guarda en su mesa pero yo quiero verlo comer, a lo cual responde negativamente. Es la ley de la cárcel: compartir las meriendas y los obsequios tras la despedida de las visitas. Me cuenta que un día antes acuchillaron a un muchacho por ser un tanto huraño con la gente. Siento pena por mi amigo y de ese infierno que vive ahora. Está sin sentencia como muchos en este penal. El penal de Socabaya sufre de un exceso de reclusos, estuvo construido solo para albergar a 500, pero en la actualidad supera los mil.
LOS HOMBRES TAMBIEN LLORAN
Son las 4:30 p.m. Debo irme del lugar. Mi amigo va señalándome los pabellones, saludando a otros reclusos por cortesía cancelaría. Pregunto como va su proceso. Reza e invoca a Dios para poder salir. Veo muchos jóvenes a cada rato; en un rincón hay dos reclusos acuclillados leyendo la Biblia, me conduce por un patio donde unos presidiarios travestidos juegan un entretenido partido de vóley. Es la zona rosa. Contemplo también algunas celdas, voy avanzando y le ofrezco a mi amigo revistas, libros para traerle en mi próxima visita. No me pide nada. Bajamos unas gradas y advierto en sus ojos un cristalino afluente de lagrimas , siento pena, quiere llorar pero alguien pasa y lo saluda con la cabeza, entonces busca un rincón más oscuro para refugio de su tristeza. Se pierde en las fuerzas del abrazo que le doy con toda el alma. Llora como un niño. “Quiero salir, quiero acabar con esta pesadilla” susurra desesperadamente. Adentro no puede llorar: lo sindican como maricón y lo golpean. Tampoco puede estar con la sonrisa cachacienta a flor de labios, igual le meten bronca. Sigue llorando, prometo visitarlo la semana entrante. Contengo las lágrimas. Me lleva hasta la puerta, lo abrazo otra vez. Veo la luz, la libertad del cielo. Luego de unos kilómetros, lejos del penal, me embarga la rabia, el coraje. Hay una liquido amargo en mi estomago, mi boca esta seca, solo quiero gritar. Quiero maldecir al infierno por existir.
Publicado el 11 de abril del 2008 en el Semanario Vistaprevia
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